Las dramáticas escenas que se vivieron en la plaza de Montecitorio y luego en toda Roma son la pintura de un reino que prolonga su agonía mientras se van consumiendo sus fundamentos. La votación de la moción de confianza con la que la oposición desafió a Berlusconi fue una escena de contornos dramáticos, donde se puso en evidencia el coraje cívico de diputadas a punto de parir que no quisieron desertar de semejante cita y donde se vio casi con la misma nitidez no sólo el éxito agonizante de las compras navideñas de legisladores de Silvio Berlusconi, sino la podredumbre de la fruta antes fragante de la antipolítica.
En efecto, es la antipolítica rampante de signo cualunquista la que depositó tres veces al Cavaliere (¿o condottiere?) en la presidencia del Consejo de Ministros de la República Italiana y es la antipolítica en clave menor de notorios antiberlusconianos, como Walter Veltroni y Antonio Di Pietro, la que hizo diputados opositores a dos “no políticos” que ayer traicionaron a sus electores para facilitar la sobrevivencia de un primer ministro al borde de la inanición.
El incendio que luego de la votación parlamentaria engulló por doquier a blindados de las fuerzas de seguridad no fue la traducción de la furia opositora, sino la expresión de una guerrilla callejera que encuentra en las manifestaciones de masas la ocasión de desencadenarse. La protesta estudiantil (el “Día de Bloquear Todo”) que acompañó el debate parlamentario era en realidad la versión italiana de una rebelión estudiantil que tiene focos en toda la Europa del ajuste y la austeridad y se encadenó con otra serie de multitudinarios actos públicos (del Partido Democrático, del sindicato metalúrgico, entre otros) que vienen indicando que el pulso de la calle, que alguna vez acompañó a Berlusconi, ha cambiado. Las mismas estratagemas para escudarse en los fueros gubernamentales para escapar de procesos por asociación con la mafia que una mayoría le consintió durante años al elenco del Pueblo de la Libertad (principal partido de gobierno), se han transformado en un grotesco que cada vez más italianos se niegan a digerir.
En el “país normal” del módico sueño del ex premier Massimo D’Alema, el descascaramiento del oficialismo, combinado con un estancamiento económico crónico que la crisis actual no ha hecho sino agudizar, se traduciría en unos renovados bríos de la oposición. Sin embargo, ésta no logra más que demostrar una valiosa compostura para hacer votar disciplinadamente contra el gobierno a sus diputados, sin que se registre en la opinión pública una erupción de apoyo por los partidos que la integran. De hecho, con la excepción de la xenófoba Liga del Norte (socia minoritaria en el gabinete), todos los partidos huyen de la idea de saldar la crisis con elecciones anticipadas (la Legislatura podría durar hasta 2014, si el oficialismo no pierde la mayoría) en lo inmediato.
Hay buenas razones que se dicen en público para ello: un gobierno no partidario (“técnico”) podría reemplazar a Berlusconi mientras se reescribe la ley electoral, definida por su propio autor (el hoy ministro legista Roberto Calderoli) como una “chanchada”. Pero hay razones que no se pueden admitir abiertamente: no está escrito en piedra que la derecha perdería y, menos aún, que una eventual mayoría opositora pudiera definir un programa común al arco iris de partidos que se necesitarían para gobernar. En la oposición, el Partido Democrático, de ex comunistas y ex democristianos progresistas, ha fracasado hasta ahora en alcanzar dimensiones como para gobernar solo. En el Parlamento actual, sólo puede contar con el litigioso antipartido anticorrupción Italia de los Valores, o con los agrupamientos ex berlusconianos, en versión certificada por el Vaticano (la Unión de Centro) o postfascista (Futuro y Libertad para Italia). La izquierda extraparlamentaria, mientras tanto, tiene serias pretensiones de retornar al legislativo, blandiendo la imagen carismática del presidente de la Región Apulia, Nichi Vendola, que algunos ven como el único capaz de disputarle la arena mediática a Berlusconi en una campaña electoral.
No deja de ser cierto que, habiendo sobrevivido a su caída por tres votos, incluyendo al menos cinco ostensiblemente comprados, el gobierno en ejercicio está “clínicamente muerto”, como lo definió el jefe opositor Pierluigi Bersani. Sin embargo, por detrás del decorado parlamentario, a pesar de las vistosas llamas de ayer, hay una sociedad atemorizada por su propio envejecimiento y declinación, parte de la cual odia a los inmigrantes que necesita y una elite económica parte de la cual eligió el atajo de la colusión mafiosa en lugar del sendero de la innovación que hizo de Italia una potencia económica hasta inicios de los ’90.
Nada de eso se ha terminado de consumir, porque el berlusconismo lo ha interpretado, representado y alimentado. Nada de eso tiene un reemplazo inminente, porque las fuerzas reformistas se han dedicado estos años más a la ciencia política que a la política, disolviendo y fusionando partidos en una fuga voluntarista hacia adelante, donde se reemplazó un progresismo que avizoraba un fin de la historia comunista por otro que creyó que la “normalidad” capitalista se alcanzaría por pura fuerza de gravedad. Pues no, el horizonte requiere de imaginación para ser dibujado y de esfuerzo para ser alcanzado. Lo que ocurre cuando no se logra eso (y aunque mientras tanto un viejo orden muera), Gramsci lo llamaba crisis. Y no simplemente crisis de gobierno.
* Coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net).
No hay comentarios:
Publicar un comentario