Por Alfredo Zaiat
Estudiosos de los celtas aseguran que tienen la virtud de la independencia, el heroísmo y la arrogancia. En su extensa historia registran muchas batallas dramáticas defendiendo ese espíritu, de defensa de su soberanía. Esos rasgos expuestos con orgullo en Irlanda en diferentes manifestaciones políticas y culturales sucumbieron ante la debacle de sus bancos. La Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional diseñaron un paquete de rescate de alrededor de 110.000 millones de dólares para salvar el sector financiero irlandés, gran parte nacionalizado el año pasado, que se encuentra al borde del default. Irlanda es la segunda crisis aguda en seis meses en un país del euro; la primera fue Grecia.
Una economía exhibida como modelo exitoso de crecimiento acelerado hoy se encuentra al borde de la insolvencia. Esta experiencia enseña que no existen esquemas socioeconómicos ideales a imitar, con recetas universales como insisten en pontificar ciertos analistas conservadores. Irlanda fue durante años colocada como espejo ante las ruinas argentinas. El “milagro celta”, como se denominó el resurgimiento irlandés, ofrece interesantes aspectos para aprender de un ciclo excepcional de crecimiento y de sus debilidades ocultadas.
Un país pequeño, en crisis y con escasas perspectivas de progreso se transformó en la década del noventa en una de las vedettes del crecimiento mundial. Pero ese mismo proceso abrigaba en su interior el pecado tóxico que lo derrumbó: la misma apertura de la cuenta capital que en los años de despeje convocó inversiones destinadas al sector de tecnología que actuaron de motor del crecimiento, también ofreció una invitación a los capitales financieros especulativos que alimentaron una burbuja que terminó colapsando al sistema bancario.
En el capítulo “Irlanda, el tigre celta” del libro Por qué crecieron los países que crecieron, de Julio Sevares, se mencionan las principales características de la experiencia irlandesa. Explica que en los años ochenta, la economía estaba estancada, la inflación era elevada, el desempleo era del 18,5 por ciento y la emigración minaba las bases productivas de la sociedad. La deuda era del 150 por ciento del PBI, su servicio absorbía la tercera parte de los ingresos fiscales y el déficit fiscal llegaba al 11 por ciento del Producto. Después de un acuerdo social realizado en 1987 y por una década, la economía creció más del 8 por ciento anual promedio, las exportaciones aumentaron aceleradamente y el desempleo bajó desde más de 14 por ciento en 1994 a menos de 5 por ciento. Se privilegió la creación de empleos por sobre los aumentos salariales. La intervención del Estado ha sido importante en la configuración del modelo. “Como sucediera en los modelos exitosos asiáticos, el Estado otorgó beneficios a las empresas privadas a cambio de contrapartidas, en este caso, creación de empleos y mayores pagos de impuestos”, apunta Sevares.
Entre 1995 y 2004 Irlanda duplicó su ingreso nacional, redujo el desempleo a una tercera parte y aumentó el número de trabajadores en un 50 por ciento. Los productos de alta tecnología han tenido una alta participación en ese proceso al concentrar el 20 por ciento de la producción manufacturera total. La mano de obra calificada facilitó la instalación de empresas de tecnología, que en la década del noventa tuvo un aumento explosivo. Sevares concluye que los factores que determinaron el éxito económico incluye: la formulación de la política industrial, la incorporación a la UE, los pactos sociales, el foco en la competitividad, la política educativa, el paquete de incentivos para la competitividad y la función de la inversión externa, y un organismo de promoción de las inversiones de primer nivel.
La economía irlandesa no comienza a crujir a partir de la crisis internacional, sino que ya había perdido dinamismo con la debacle de las empresas puntocom de 2001, la incorporación a la Unión Europea de países con mano de obra más barata y por la competencia china. Pero el talón de Aquiles para un país pequeño, de economía abierta y de rápido crecimiento fue la cuenta capital. En un contexto europeo de crecientes flujos de fondos especulativos, Irlanda contabilizó un fuerte ingreso de capitales de corto plazo que alimentaron burbujas especulativas en las finanzas y en la construcción. Hasta que el estallido de la crisis internacional derivó en una intensa salida de capitales y un cambio de expectativas. El gobierno irlandés tuvo que salir al rescate del sistema bancario destinando unos 50 mil millones de euros, entre las entidades principales se destacan el AIB, Allied Irish y Bank of Ireland. Por caso el Anglo-Irish Bank, uno de los seis bancos cubiertos por el plan gubernamental de recapitalización, recibió 10.000 millones de euros. Esa orientación de recursos públicos hacia los bancos y el compromiso de garantizar un ciento por ciento el dinero de los ahorristas, medida fuertemente criticada por los socios de la UE, provocó la disparada del déficit fiscal por encima del 10 por ciento del PBI. En esos meses de corridas se duplicó el desempleo al trepar por encima del 8 por ciento.
Sumergido en un círculo vicioso de deterioro, precipitado por la debacle de los bancos, la Unión Europea diseñó un paquete de salvataje. De los 110 mil millones de euros previstos a desembolsar en tres años, 27.000 millones serían reservados al salvataje de los cinco bancos en dificultad. El resto será para cancelar obligaciones del gobierno. Sevares ofrece como conclusión que “el caso de Irlanda muestra el riesgo que implica en el actual contexto financiero internacional la apertura indiscriminada de los flujos de capital, aun para economías exitosas”. Ese fue el pecado celta.
En Europa se configura un escenario inquietante con la caída irlandesa, con Grecia que no consigue salir del atolladero del ajuste, con la amenaza que acecha a Portugal, con España sumergida en la recesión y con el riesgo del contagio que mantiene cercada a Italia. Los ataques especulativos continuarán debido a que ese pecado no fue exclusivo de los irlandeses y los promotores de pecadores tienen el poder suficiente para frenar las intenciones de cambiar la arquitectura financiera internacional, como lo han demostrado en las sucesivas reuniones del G-20.
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