La revista The Economist anuncia que el próximo “Estado fallido” será Libia. ¿Próximo? Si ellos mismos confiesan que no hay Estado en el país, pues hay dos gobiernos, dos parlamentos, una disputa para ver quién dirige el banco central, la compañía de petróleo, no hay policía ni ejército nacional; varios grupos de milicias luchan por el control del territorio nacional, la infraestructura del país está en ruinas, los pozos de petróleo, disputados por distintas milicias, están siempre en riesgo de explotar; las torturas y las ejecuciones proliferan. Turquía, Qatar y Sudán apoyan a un bando, mientras Emiratos Arabes Unidos y Egipto apoyan al otro. Si esto no es un Estado fallido, ¿que más se necesita para que lo sea?
¿Quién es responsable por la destrucción de otro país en la región? ¿Ya no basta con lo que pasa en Afganistán, en Irak, en Siria, en Yemen?
Hay que recordar que los bombardeos que tuvieron como resultado la destrucción de Libia fueron autorizados por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, para “proteger a la población civil”, cuando ya se habían desatados combates generalizados por el poder en el país. Valiéndose de esa decisión e interpretándola a su manera, la OTAN bombardeó sistemáticamente el país, no con la intención de proteger a la población civil –quién puede estar protegido de los bombardeos de la OTAN–, sino para derrumbar el gobierno de Khadafi. Tanto es así que tan pronto como cayó el régimen y fue asesinado de forma vergonzosa el hasta entonces jefe de Estado, masacrado públicamente en manos de milicias, la OTAN dio por cumplida su misión de “protección de la población civil” de Libia, suspendió los bombardeos, al parecer Naciones Unidas pensó lo mismo, y Libia fue entregada a una brutal guerra civil entre grupos armados. A la vez que otros bandos se valían de los armamentos en manos de esas milicias para perpetrar atentados en otros países –como los realizados en Argelia y en Yemen– y organizar nuevos grupos fundamentalistas en toda la región. No sólo Libia no se ha estabilizado, sino que se ha vuelto un foco activo de desestabilización de varios países de la región. En el período de Guerra Fría había zonas de influencia de las dos superpotencias, aun cuando había conflictos graves –como la sangrienta guerra entre Irak e Irán–, el conflicto no se generalizaba al conjunto de la región, como sería hoy día. Terminada la Guerra Fría, con la victoria del campo occidental bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se dieron las condiciones para que se impusiera la Pax Americana, ya sin límites. Pasábamos de un mundo bipolar a un mundo unipolar, bajo hegemonía imperial norteamericana.
Desde entonces pasaron a existir modalidades de invasión y destrucción de países, con Afganistán e Irak como casos iniciales, pero cuyo efecto destructor se ha diseminado por países como Libia, Siria, Yemen, con potencial de arrastrar a todos. Nunca el panorama fue tan desalentador y sin control en toda la región, con perspectivas de empeoramiento, conforme la acción militar y politica de Estados Unidos se intensifica, arrastrando a sus aliados –europeos, de América del Norte, de Oceanía– hacia nuevas aventuras militares.
Como consecuencia de las desastrosas y belicistas intervenciones lideradas por Washington, el talibán se ha fortalecido como nunca en Afganistán, Al QaIda retorna con fuerza, el Estado Islámico avanza en Irak y en Siria. Como respuesta, Estados Unidos lleva a sus aliados a comprometerse con una nueva ofensiva militar, que tiene como uno de sus efectos los atentados terroristas en Canadá, en Australia, ahora en Francia, haciendo que se extiendan como un reguero de pólvora los riesgos por todo el mundo.
Esa es la Pax Americana, el mundo prometido por EE.UU., victorioso en la Guerra Fría, a su imagen y semejanza. Un mundo que es víctima de sus tentáculos imperialistas y que nunca había estado tan en riesgo por la multiplicación de los epicentros de guerra.
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