martes, 7 de diciembre de 2010

Morales Solá desde el monte

Periodismo y dictadura militar

Publicado el 7 de Diciembre de 2010

Eduardo Anguita


Si, como dicen dos fuentes confiables, Joaquín Morales Solá está entrando con el general Acdel Vilas a la Escuelita, en Famaillá, estaríamos frente a un acto que requiere todas las explicaciones del caso.

A veces, un poco de ironía no está mal, aunque se trate de asuntos de una gravedad inusitada. Joaquín Morales Solá bautizó Desde el llano su programa de televisión para evocar esa metáfora tan amable a la hora de la tele: el conductor es un hombre de a pie y el que está del otro lado se puede quedar tranquilo de que nunca va a correrse de ese lugar. La primera paradoja es que el listado de anunciantes está a la altura del edificio Kavanagh, uno de los más aristocráticos de Buenos Aires, donde vive Morales Solá. El mismo donde vivía, hasta ser detenido, José Alfredo Martínez de Hoz. Pero lo que nunca debió haber tenido en cuenta el columnista preferido de La Nación es que, algún día, saldría publicada la foto que ilustró la tapa de la edición del domingo de Miradas al Sur, donde se lo ve entre una comisión de militares vestidos de combate al ingresar a lo que, según refieren varias fuentes, sería nada menos que el peor campo de concentración de Tucumán por los años en los que Morales Solá era del staff del diario La Gaceta y corresponsal de Clarín en la provincia. A partir de ahora, además de dar las explicaciones del caso, este periodista podría pensar en cambiar monte por llano. Desde el monte es un título adecuado para quien mantiene un silencio completo sobre lo que fueron sus años de periodista pro-dictadura. Muchos quieren saber sobre qué base Morales Solá sigue siendo tan creíble entre los hombres y mujeres del poder económico.
Hace algo más de tres años, junto a un grupo de compañeros, hice un documental sobre Tucumán, entre 1966 y 1976. Se llamó El azúcar y la sangre (y se lo puede ver en YouTube), porque la consecuencia de la destrucción de los puestos de trabajo en los ingenios azucareros en plena dictadura de Juan Carlos Onganía fue la causa directa de que, años después, se realizara la primera ocupación de territorio por parte de unidades de combate del Ejército. Se llamó Operativo Independencia, y 35 años después, constituye un insulto a los miles de secuestrados y asesinados.
Al hacer la investigación bibliográfica y documental encontré una perla: un artículo de Tomás Eloy Martínez en Primera Plana, escrito apenas antes del golpe que, curiosamente, fue alentado por esa revista. Onganía propiciaba el golpe para mandar luego al ministro de Economía Jorge Salimei a cerrar ingenios y luego a la policía a reprimir la valiente resistencia.
La contracara del esplendor azucarero eran las condiciones de trabajo. 60 mil peones golondrinas se trasladaban de sus pueblos con sus familias cada vez que llegaba la hora de la zafra. La paga era miserable. Las jornadas, de 12 horas corridas. Los niños pelaban caña a la par de los padres.
Una combinación de sobreproducción y estancamiento del consumo hicieron que los depósitos acumularan cientos de miles de toneladas de azúcar que tiraron los precios internos al piso. El débil gobierno radical de Arturo Illia no envió fondos del Estado para frenar la crisis, y los industriales azucareros la descargaban sobre los obreros. En mayo de 1966, un equipo de Primera Plana, encabezado por Tomás Eloy, preparó un informe especial. “Tucumán: reportaje al caos”. “Una huelga general a la que sólo falta la adhesión policial”, advertía con ironía un dirigente obrero. El artículo empezaba sin eufemismos. “Nadie diría que hay hambre en Tucumán, pero la palabra hambre retumba en todas partes. Se la puede oír entre los pilares de mármol del Casino, dicha ansiosamente por un almacenero que acaba de distribuir cinco mil pesos en la tercera docena. Se la siente reptar entre las mesas de Las Vegas, un restaurante inmenso en forma de galpón. El hambre, la violenta palabra, se oye crecer en las 58 agencias de quiniela, en los salones del Jockey Club donde los industriales y grandes cañeros se sientan al mediodía a beber whisky.” Pasados 41 años, Tomás Eloy dio su testimonio sobre aquel artículo, escrito apenas un mes antes del golpe de Estado que sacó a Illia del gobierno y congeló todos los derechos constitucionales.
El azúcar y la sangre no hubiera sido posible sin la participación de muchos periodistas. Ramiro Rearte, actual director de Radio Nacional Tucumán, fue productor a tiempo completo. Marcos Taire, hijo de Juan Octaviano (por años secretario de prensa de la Federación de Obreros y Trabajadores de la Industria Azucarera) y autor de numerosos libros sobre el tema, resultó un cronista indispensable a lo largo de todos los parajes que visitamos. Rubén Elsinger, corresponsal de Clarín, sumó historias que desnudaron las mentiras de los militares.

LA FOTO DE MORALES SOLÁ. En febrero de 1975, Isabel Perón firmó un decreto para enviar efectivos militares a Tucumán. El general Acdel Vilas era amigo del ministro, asesor presidencial y jefe de las Tres A, José López Rega, y encabezó el Operativo Independencia. Vilas instaló su puesto de comando en Famaillá, al sur de la capital provincial. Los militares hicieron que la Escuela Diego de Rojas dejara de dar clases y la convirtieron en lo que llamaban “Lugar de Reunión de Detenidos”. Vilas reconoció que, durante los once meses que estuvo al frente del Operativo Independencia, pasaron por allí 1507 detenidos. Algunos de los sobrevivientes pudieron reconstruir el horror. Para ahogar los ruidos producidos por gritos y disparos, los militares solían poner música a todo volumen. Uno de los temas favoritos era la “Misa Criolla”, de Ariel Ramírez, interpretada por Los Fronterizos. A partir del ciclo lectivo de 1977, lavada y pintada, la escuela Diego de Rojas retomó sus actividades educativas. No hay rastros visibles del horror. Tuvimos que hacer muchísimos trámites para poder ingresar a la escuela junto a los sobrevivientes y registrar el espanto. Si, como dicen dos fuentes confiables, Morales Solá está entrando con Vilas a la Escuelita, estaríamos frente a un acto que requiere todas las explicaciones del caso.
LA GUERRILLA RURAL. Tiempo antes de hacer El azúcar y la sangre escribí un relato en clave de ficción que titulé La compañía de monte. Como la mayoría de quienes luchamos en los años ’70, creo que dar testimonio es una obligación. En todo caso, cada cual tiene su apreciación, pero lo que importa es no ocultar la verdad. Siempre dejé claro que por esos años fui militante del PRT-ERP y no llegué a formar parte de quienes subieron a los montes tucumanos porque ya estaba preso. En esa novela, hay un personaje en el que proyecté muchos sentimientos y preguntas sobre la vida de quienes lucharon en esa provincia. Aquí van unos párrafos de Alejandro, ese personaje de ficción, en el que retraté mi propia impresión, una tarde en la que fui a Famaillá y me quedé solo con mi alma en las inmediaciones de La Escuelita y no pude contener mis lágrimas.
“Muchos años después, Alejandro volvió a Tucumán. Quería ver de nuevo las estrellas, oler los cañaverales, visitar a algunos pobladores cuya suerte desconocía absolutamente, desafiar su memoria y su balance sobre lo actuado. Se tomó un colectivo desde San Miguel hasta Famaillá. Desde la ruta, todo se parecía bastante a lo primero que había visto. Ranchitos pobres, colores intensos, gente de cara cobriza y expresión sufrida, adolescentes sonrientes de pelo negro azabache y changuitos descalzos jugando al lado del camino.
Al cabo de una hora, llegó a Famaillá. Casi no caminaba gente por las calles. En medio del calor y el silencio, pasó por la estación de tren. Estaba casi abandonada, el tren había pasado a la historia, junto con las toneladas de caña que transportó por décadas. Alejandro caminó tres cuadras en dirección a la ruta y llegó hasta la escuela. Dio vueltas en busca de signos, algo que diera cuenta de aquellos años. Una vieja placa de bronce le devolvía a La Escuelita su nombre original: Diego de Rojas, el conquistador que había llegado con Pizarro en busca del oro del Perú. Las caras de los chicos que lucían guardapolvos blancos eran aindiadas, pero la escuela homenajeaba al conquistador muerto en combates con indios cuyos nombres nadie registró. A Alejandro le resultó doloroso ver que todavía se rendía recuerdo al invasor. Buscó alguna placa de bronce que remitiera a los gritos desgarradores de los torturados de cuatro siglos y medio después, pero no la encontró. No había registro de cómo se vivía la guerra desde ahí, desde la estaca del torturado, al pie del terror.
Se sentó a la sombra de un eucaliptus. ‘Pasan los años y la historia sigue plagada de silencios’, pensó. Sonó el timbre del recreo y los chicos se abalanzaron al patio, corrían atrás de una pelota o jugaban a la mancha. Ese mismo patio donde habían estacado a cientos de personas. Alejandro ahogó un grito, lloró sentado a la sombra del árbol. Tomó dimensión de lo que significaba hacer la guerra y perderla. Tenía un cuaderno y empezó a tomar notas. Le costaba hacer memoria, los recuerdos se volvían confusos. La escuela y los niños, que semejaban la alegría de una pacífica escena rural, las vivía con una carga inmensa de dolor y violencia. Por otra parte, el recuerdo de la muerte estaba teñido de heroísmo y belleza. Le daba vértigo registrar sus emociones de esa manera. Se le hacía dificultoso separar el pasado del presente. Se daba cuenta de que adjudicaba felicidad y entusiasmo a aquello que, a través de los años, había intentado mirar con sentido crítico y, ciertas veces, con espanto. Si los recuerdos estaban dañados, el presente también estaría dañado. Alejandro se dijo que no quería también perder la historia y pensó que escribirla, dejar un registro, lo ayudaría. Eso significaba que debería transitarla, recorrerla con paso cauteloso, con decisión y paciencia. Con pasión y respeto. Sorteando fantasmas, desafiando mitos, desenterrando a sus muertos. De esa manera, pensó, su historia, ese hecho singular asociado a su pasado, no moriría ahogada y sin sepulcro.” <

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