Más de dos mil años después de la presunta crucifixión de aquel rabí, los inmorales, pecadores y potentados ocupan el paraíso terrenal, mientras que los pobres y miserables han de contentarse pensando en que, después de esta vida de angustia y sufrimiento, se les ha prometido una estancia eterna al lado del Señor. Muchos de ellos y ellas no están satisfechos con tal posibilidad. No sé, pero me da en la nariz que hay pocas personas que se hayan convencido de que después del último suspiro, va a llegar un ángel para llevarles a la presencia del Ser Supremo.
Más de veinte siglos después de la fundación de la Iglesia cristiana (con todas sus variantes, papas, concilios, escisiones y herejías, invasión de naciones, países, tribus y pueblos de los cuatro puntos cardinales), la riqueza y el dinero impregnan la existencia de los mensajeros del Dios de los cristianos, cuya actividad más destacada es una llamada de atención constante a los gobiernos que se declaran socialistas (es decir, a los sistemas que tienen como meta la igualdad, la salud, el trabajo, la cultura y la vivienda para todos los seres humanos), recriminándoles, con mayor o menor enfado, el sagrado cumplimiento de las libertades, entendidas como la facultad que tienen veinte familias muy devotas para monopolizar los bienes de un país. Ah, y sus medios de comunicación.
Más de veinte siglos después de la presunta ejecución de Jesucristo, esa Iglesia cierra filas en torno a sus cuentas corrientes, se niega a condenar (pero sí lamentar) los miles de casos de pedofilia y abusos sexuales de menores protagonizados por los representantes de aquel enviado de Dios. Hasta se da el caso de que un seguidor de Hitler, el actual papa Benedicto XVI, fuera elegido como sucesor de San Pedro en la tierra, se supone que para dejar sentada la complacencia hacia el nazismo del divino redentor. Claro, cómo no, si le mataron los judíos, dice una vecina del PP.
La expansión del cristianismo se ha distinguido a lo largo de ese tiempo por haber invadido a sangre y fuego, en nombre de la bondad y la fraternidad, a media humanidad, desde Europa a Latinoamérica, desde el lejano Oriente al océano Ártico, masacrando civilizaciones, etnias, culturas y poblaciones que adoraban otra clase de deidades, que aunque crueles en sus exigencias de sacrificios y ofrendas, les eran más propias que los latigazos y hogueras de aquellos frailes, curas, sacerdotes y obispos, encendidos de cólera ante el paganismo que hallaban durante sus santas guerras.
El Cardenal Rouco Varela se acaba de reunir con Zapatero para ver qué pasa con el dinero de la Iglesia Católica española en estos tiempos de crisis. Y pregunto:
¿No deberían ser los fieles, quienes sostuvieran económicamente a sus predicadores?
¿No es más lógico que los madridistas sean quienes sustenten a su equipo?
¿No son los ciudadanos españoles de cualquier ideología, credo, sexo o raza, quienes soportan al estado con sus impuestos?
¿No es el estado el que con el dinero de todos financia la ruina de los bancos privados?
¿No es lógico que fueran los militantes quienes nutrieran las arcas de sus partidos políticos?
¿Qué hace entonces un presidente de gobierno discutiendo acerca de los bienes de la Iglesia, si la labor de esta multinacional es ante todo de carácter espiritual?
¿Qué pinta este monopolio recibiendo de las arcas del estado, no sólo millones de euros, sino edificios, suelo urbanizable, exenciones tributarias, rebajas de impuestos, y mil triquiñuelas más, dignas no de un colectivo que se diga cristiano, sino de un aquelarre tan inútil como rastrero?
Dos mil años de impostura, de hipocresía, de defensa de las dictaduras más asesinas y genocidas, de apoyo a las masacres pero condena de la violencia, de alerta ante la inmoralidad pero silencio y lágrimas de cocodrilo ante los casos de pederastia propios.
Dos mil años de publicidad engañosa, de spots gratuitos en todas las cadenas del mundo, de financiación procedente de la droga y la especulación. Y aún así, cada día hay menos muchachos que acudan a los seminarios para hacerse sacerdotes e impartir las enseñanzas de Jesús entre los pobres y desheredados.
Cada día hay menos vocaciones entre las jóvenes para dedicarse a emular a la madre Teresa de Calcuta. Eso ya son cosas de algunas ONG y sus monaguillos a lo Alejandro Sanz, estremeciéndose por los millones de niños infectados de SIDA en el tercer mundo, evadiendo impuestos a paraísos fiscales, o en el colmo del sarcasmo, apoyando a las multinacionales de la industria farmacéutica, que se niegan a fabricar medicamentos baratos.
Pero afortunadamente cada día hay más sospechas fundadas de que la Iglesia Católica, y todas las demás, son mucho más que el opio del pueblo. Son su contaminación, sus heces, su castigo, su paranoia, su prisión y su muerte. No soy ateo, sino agnóstico; nunca he pegado o maltratado a una monja o un hermano marista. Jamás he insultado a un sacerdote, aunque fuera el confesor de Rubalcaba. Prometo que no soy anticlerical profundo, pero lo que no soporto es la impunidad del delito en sesión continua, la impostura durante veinte siglos, la mentira desde hace dos mil años.
Quédese Dios en el corazón de cada cual y enciérrense en las chabolas, chozas y favelas del mundo, todos aquellos que campan en el Vaticano, que simpatizan con el Papa y sus enseñanzas, para cumplir lo que les ordenó su líder espiritual. Mientras tanto, lo que más me llama la atención es la piedad del ser humano para con sus impostores, sus verdugos y torturadores.
Y es lo que yo digo: Rousseau tenía toda la razón cuando hablaba de que el ser humano es bueno por naturaleza. Un día crucificaron a Cristo, pero de 264 papas que ha habido en la historia, solo veintiuno murieron como mártires; cuatro fallecieron en el exilio y uno en la cárcel. A esa lista se pueden añadir otros nueve pontífices que desaparecieron en circunstancias violentas: seis fueron asesinados, dos la palmaron por las heridas en el curso de revueltas y uno por el derrumbe de un techo. Dos papas fallecieron víctimas de su glotonería: Pablo II murió en 1471, después de haber comido dos melones enormes, y Clemente XIV que se fue al otro mundo en 1774 por una indigestión.
¡Ah¡… y el papa Juan Pablo I, quien falleció tras ingerir una sopa que le llevó a la cama una monjita, preparada al parecer en la cocina del cardenal Ratzinger. No se hizo la autopsia al cadáver, ni se analizó el líquido, por obvias razones que sólo el Vaticano y el Señor conocen. Por eso no me fío ni de Dios. Y menos aún de Rouco Corleone Varela.
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